029 Nadie baila el tango mejor que los vampiros

Los vampiros del mundo inmigraron en grandes cantidades a la Buenos Aires del siglo XX, atraídos por el baile del tango, que les hacía sencilla la tarea de hincarle el diente a sus víctimas. Por eso bailaban tan bien. Pero este vampiro en particular, el protagonista de esta historia, tiene una deuda mayor con el rock argentino que con la música ciudadana.


Llegué a Buenos Aires un 14 de septiembre de 1923. La ciudad, enloquecida, escuchaba la radio. Esa noche peleban Firpo y Dempsey en Nueva York. De allí venía yo, y yo sabía que Dempsey iba a ser vapuleado por el toro de las pampas, porque yo lo había conocido. Yo conocía el extraño mundo de Jack. Jack Dempsey era un cobarde. Tenía varias amantes, y a una de ellas, Jack no hizo nada por defenderla de mí. Recuerdo esa noche en el Central Park como si hubiese sido hoy. Dempsey y su novia caminaban por la orilla oriental del parque, cerca de la Quinta Avenida, a la altura de la calle 70, más o menos. Yo era más bajo que Dempsey, y mucho más flaco. Pero él le tuvo miedo al brilio de mis colmilios y no hizo nada por defender a Peggy. Mal nombre para la mujer de un boxeador. Peggy. Es casi una provocación. Peggy. De sólo recordarlo me da asco: ¡maldito cobarde!! ¡el más famoso de los boxeadores blancos no era capaz de defender a una de sus amantes de un inofensivo vampiro como yo! (Canción de Nueva York) Pero volvamos al 14 de septiembre de 1923: esa noche, mientras en Nueva York la gente vibraba con los golpes que Firpo le daba a ese cobarde, a quien sacó del ring durante varios minutos, yo buscaba, entre quienes habían descendido del barco, aquí en Buenos Aires, al amor de mi vida. Yo sabía que ella había venido conmigo. La había visto caminar por la cubierta del barco durante las noches, y creo que escuché el rumor de su voz durante el día, aunque no podía ni siquiera mirar esa cubierta, porque como todos ustedes saben, los seres como yo somos sensibles a la luz. Yo soy más sensible que un rollo Kodak de 400 ASA. Cómo explicarles lo que es para un vampiro viajar en barco desde el Río Hudson al Río de La Plata. Cómo explicarles lo que son esos días incandescentes en que el astro rey mete sus horribles rayos por todas partes. La indómita luz, se hizo carne en mi. Y lo deje todo. Por esta soledad. Y leo revistas, en la tempestad. Un amigo argentino que tenía allá en Brooklyn me había prestado unas Caras y Caretas para que fuese leyendo durante el viaje, así cuando llegaba a Buenos Aires me acostumbraba a la idiosincracia de este país. En mis dos mil años de existencia jamás había visto una ciudad tan maravillosa. Buenos Aires. ¿Cómo explicarles lo que era la reina del plata en los días de la inmigración? Un paraíso. Pero no hay nada peor que ser infeliz en el paraíso, y yo no podía disfrutar esa maravillosa noche porteña de la primavera de 1923, porque por primera vez en dos mil años la había visto. Sí. Después de buscarla en todos los tiempos y lugares, la había visto descender aquella tarde por la rampa de aquel barco. Ay, esa mina, mi mina. Yo le digo “esa mina”, porque no conozco su nombre. Vivir sin ella es vivir por vivir. Es la única mujer a quien no quiero extraerle la sangre, es el único ser por quien haría el sacrificio de abrazar la cruz... al amaneceeeer. Conozco muchos vampiros que aburridos de la inmortalidad se fueron a enterrar entre las piedras, en los desiertos del Gran Cañón, o que se suicidaron ante la luz de una terraza. Yo seguí con vida y he matado a muchas mujeres para conservarme con fuerzas para esa mina. Yo la sigo buscando en los arrabales porteños. Sé que está en Buenos Aires, porque sé que sabe que la busco. Buenos Aires era en aquel entonces un paraíso para los vampiros. Un vam-paraíso. El tango se bailaba a media luz, e hincarle el diente a una buena bailarina era un procedimiento muy sencillo. La señal era el chan-chán con el que terminan casi todos los tangos. Por eso a mí no me gusta Piazzolla, porque no sé en qué momento hincar el diente. Mientras buscaba a mi amada inmortal en la Boca, San Telmo, Avellaneda o Constitución, yo me revitalizaba, noche a noche, con ese exquisito néctar que llegaba a mis dientes desde la yugular de las percantas. Cuántas habré vaciado. Es fácil acercarse a una desconocida en una milonga, no hace falta seducirla como en otros lugares del mundo, donde tenés que pagarles una cena, cortejarlas con flores, llevarlas a pasear en coche y después arrinconarlas entre los colchones de un mísero hotel. En Buenos Aires era todo sencillo. Tres minutos de baile, o incluso menos, si eras amigo de alguno de los músicos. Porque ellas entregaban su ser gracias al baile, y lo ponían al alcance de tus dientes. Nadie baila el tango mejor que los vampiros, y de hecho es más fácil reconocernos por lo bien que bailamos que por el tamaño de nuestros colmillos.  ¿Te acordás, hermano? ¡Qué tiempos aquéllos!
Eran otros hombres más hombres los nuestros.
No se conocían cocó ni morfina,
los vampiros de antes sí usaban gomina.
¿Te acordás, hermano? ¡Qué tiempos aquéllos!
¡Veinticinco abriles que no volverán!
Veinticinco abriles, volver a tenerlos,
si cuando me acuerdo me pongo a llorar.
¿Dónde están los muchachos de entonces?
Barra antigua de ayer ¿dónde está?
Yo y vos solos quedamos, hermano,
yo y vos solos para recordar...
¿Dónde están las mujeres aquéllas,
minas fieles, de gran corazón,
que en los bailes de Lucy mordían
cada cual defendiendo su amor?
Ahora ya no usamos gomina, incluso existen cremas para que parezcamos bronceados por el sol, y tratamos de no parecernos a Nosferatu, que es el estereotipo con el que se teje día a día un prejuicio contra nosotros. ¡Basta de antivampirismos! ¡La discriminación no le hace bien a nadie! ¡Aparte no somos como los hombres lobos! ¡Yo no tengo nada contra los lobizones! ¡Es más! Yo tengo amigos lobizones! Eso prueba que yo no los discrimino a esos horribles monstruos! Pero nosotros somos muy diferentes. No discriminemos... lo dice la voz de la experiencia, amigos míos. Llevo dos mil años viviendo entre las sombras, y con el paso del tiempo hay ciertas cosas que se te van aclarando en la cabeza. A veces trato de oscurecerlas, pasándome un poco de tintura, pero es en vano. El tiempo pasa. Tempus fugit. Si parece que fue ayer el día que alguien me transformó en vampiro. Iba yo caminando por las calles de Roma, con mi toga perfumada, cuando aquella vampiresa vino hasta mí y me sedujo. Quo vadis, preguntó, y luego me desvió de mi camino para llevarme a las catacumbas de Roma, donde consumó su macabro crimen. Primero me hincó los dientes, luego se enamoró de mí. Y entonces me contagió con sus diabólicos linfocitos. Y me condenó a la inmortalidad. Qué paradoja, amigos, ese día, a comienzos de la era cristiana, comencé a vagar por el mundo en busca del antídoto contra la Vida Eterna. Los vampiros más viejos me dijeron que el antídoto es una hermosa Mina, que viaja por el mundo sin saber que nos  está buscando. Somos nosotros quienes sabemos quién es, y el color de sus ojos, y quienes la podemos distinguir entre cientos de personas, porque la pulsión de muerte nos arrastra hacia ella como un imán. Pero que lo diga Nicolás Guillén, que lo ha dicho mucho mejor que yo:
Iba yo por un camino cuando con la muerte dí
Amigo, gritó la muerte, pero no le respondí
Pero no le respondí
Miré nomás a la muerte
Pero no le respondí.
Llevaba yo un lirio blanco, cuando con la muerte dí.
Me pidió el lirio la muerte, pero no le respondí
Pero no le respondí
Miré nomás a la muerte
Pero no le respondí
Ay, muerte, si otra vez volviera a verte
Iba a platicar contigo
Como un amigo
Mi lirio sobre tu pecho,
Como un amigo
Mi beso sobre tu mano
Como un amigo
Yo, detenido y sonriente
Como un amigo.
Así es: esa es mi Mina. Mi muerte. La que viene a salvarme de esta horrible inmortalidad. Pero en dos mil años nunca la había podido ver, a excepción de aquella noche, sobre la cubierta del barco. La luz de la luna tocaba su rostro increiblemente bello. La muerte es irresistible para un vampiro. La mía tiene ojos brillantes como dos esmeraldas y una mirada de esfinge, como una valkiria. La miré a los ojos, creyendo que moriría por su belleza, pero ella desvió la mirada. Cabe decir que si la muerte no fuese un poco estúpida no tendrías que pasarte dos mil años buscándola. A fin de cuentas, entre las personas hay sólo seis personas de distancia. No importa de quién se trate. Siempre hay alguien que conoce a alguien que conoce a alguien que conoce a alguien que conoce a alguien que la conoce...
La ví alejarse hacia su camarote, y entonces traté de retenerla con mi voz. Aclaré mi garganta, tratando de imitar a mis dos actores favoritos, Fabián Vena y Héctor Arteria, y le dije que ya había visto su rostro. La tomé del brazo, y bailé con ella mi primer tango, mientras le decía a los oídos: Strange, I've seen that face before, Seen her hanging 'round my door,
Like a hawk stealing for the prey,
Like the night waiting for the day,

Strange, she shadows me back home,
Footsteps echo on the stones,
Rainy nights, on Hausmann Boulevard,
Parisian music, drifting from the bars,
Tu cherches quoi, rencontrer la mort,
Tu te prends pour qui, toi aussi tu detestes la vie…
(Baile desde la calle)
Pero ella, que todavía no sabía bailar el tango, me paró en seco y me dijo: “flaco, está todo bien”. Está todo bien significa muchas cosas. Está todo bien puede significar que estás perdonado, que no te preocupes, que te calles la boca, que estás completamente loco  o que no sigas insistiendo. Está todo bien tiene muchos significados, pero hay un significado en particular que la frase “está todo bien” jamás quiere significar: que está todo bien. Si ella te lo dice, es que no está todo bien. Que hay algo que está fuera del bien, y que ese algo, esa cosa inadecuada, esa aberración de la naturaleza sos vos. Pero yo casi no le presté atención, porque estaba tan bella, tan insoportablemente bella bella que no le presté atención. Parecía una ninfa de los nenúfares. Se le hacía como un pocito aquí en los mofletes cuando sonreía. Tenía los dientes afiladitos, y estaba triste por alguna razón. Por eso salían lágrimas de sus ojos color esmeralda. Corrientes y Esmeralda, pensé. Corrientes de lágrimas cayéndole de los ojos. Tenía una bufanda color azul y oro –fue lo primero que ví, porque lo primero que suelo mirar en las mujeres es el cuello-, y su pelo castaño se movía con el viento. Entonces la imaginé diciéndome al oído, con una voz bien chimba, bien arrabalera: lero lero lero lé, lero lero lero lá, lero lero lero lé, cada día te quiero más. Pero no. Me había dicho que estaba todo bien, y luego se había retirado al camarote como si yo fuese uno más. No me había reconocido. Ella era lo que había buscado durante dos mil años, ella era mi Mina, por fin, con ella pasaría la noche durante el resto de la eternidad, pero no me había reconocido. No es fácil ser un vampiro. Es tan difícil como conseguir a alguien que venga a arreglarte la persiana a las cinco de la mañana, minutos antes de que salga el sol. Hace muchos años que dejé de bailar el tango. Fue un día lejano de mil nueve sesenta y siete, durante el espantoso gobierno de Onganía, que bailando en una mil-onganía, que eran las milongas de aquella época, y abalanzándome sobre una muchacha rubia de ojos azules, para añadir otra víctima más en mi larga lista, la rubia mirelia me miró los colmilios y me dijo que no hacía falta que la mordiese, que ella era enfermera, y que trabajaba en una inyectable. Ah, Rosita mi rubia, a cuántos habrás salvado. Cuántos licuados de tu cocktail RH me diste de beber. Mi Rosita, mi dadora universal. Todavía recuerdo el día que aprendimos juntos a mezclar la sangre con ron Castillo, cognac y un poco de jugo de naranja. Ese día, el día que inventamos el dracuogñac, y ya no tuve que volver a usar mis dientes, fue el mismo día que te tuve que confesar, mi rubia querida, que mi amor estaba para siempre con la Mina de los ojos color esmeralda, una purreta macanuda, pero un poco evasiva. Está todo bien, dijiste, pero yo sé que no. Que vos me querés, mi rubia. Te veo llorar lágrimas de sangre, lágrimas que yo quiero sorber con mi lengua, porque si algo he aprendido yo es a sacarle provecho al dolor en esta vida cruel. Yo te puedo oír y aunque el motor de la licuadora, con la que estás preparando el cocktail, atenúe tu llanto, yo sé que vos me querés. Pero algún día voy a encontrarla y ese día ya no voy a necesitarte, Rosita. Es muy cruel este destino: que a mi me niega esos ojos esmeralda y a vos te niega los míos. Ella sigue aquí en Buenos Aires: sí, estoy seguro. Y aunque haya viajado unas tres veces a Japón en los últimos años, en el 2000, 2001 y 2003, si mal no recuerdo... yo estoy seguro que voy a encontrarla en la Bombonera alguna de estas noches de miércoles.. y más ahora que gracias al chino Benítez está más vacía que antes. Nos volveremos a ver, amor mío... ese amor imposible con mi propia muerte, será un amor eterno... como decía Pizarnik ¿por qué tanta vida?
Alguna vez, alguna vez tal vez, me iré sin quedarme. Me iré como quien se va... 

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