001 No me peguen, soy ese peluquero que sale por TV

Alguien tiene que hablar de nuestra imperdonable indiferencia ante los momentos irrepetibles de la historia universal, los cuales (nos) pasan inadvertidos -en el momento de producirse- aunque luego sean recordados como instantes preciosos e irrecuperables. Alguien tiene que recordar a sus contemporáneos que esos momentos, por pequeños que parezcan, inauguran eras e inspiran a las nuevas generaciones.


 NO ME PEGUEN, SOY ESE PELUQUERO QUE SALE POR TV

La vida ha sido definida, la mayoría de las veces, ya desde los tiempos de Heráclito, como un río de aguas accidentadas, como una línea o como un camino. ¿Qué es la vida? Un camino único, a veces corto, a veces largo, que comienza en tu cuna y que termina en tu lápida. Ahí lo tenés, escrito por fin: el número de cuatro cifras que es lo contrario de tu cumple, y que... mejor no saber nunca cuál es. Ya lo he dicho varias veces: las fechas de vencimiento son más adecuadas para un yogurt que para una persona. La vida es entonces un camino que, como dice Machado, se hace al andar. ¿Machado viene de Machete? Tal vez. El machete que usás justamente para abrirte camino al andar. Porque si hay que abrirse camino es porque hay malezas. La vida es, entonces, un camino que llamamos “derrotero”, justamente porque consiste en una sucesión interminable de derrotas. A veces grandes, a veces pequeñas, pero siempre persistentes. No, la derrota no es como la varicela: la derrota siempre vuelve. Y un día final, viene para quedarse definitivamente. Primero te dicen bubububú, después te dicen nene, después te dicen pibe, después te dicen flaco, después te dicen señor, después te dicen padre, después te dicen abuelo y finalmente te mandan a decir, como por encomienda, que en paz descanses. Qué puede uno con el Qu-e-pe-de. QEPD. Es el partido que finalmente gana todas las elecciones. En ese derrotero que es la vida, todos pierden: los winners no son otros que los que mejor saben disimular. Bill Gates también habrá de ser conquistado por el gusano vencedor, pues en esencia no hay otra verdad que la derrota. Ahora bien: ¿por qué vale la pena seguir viviendo, pese a la suma de derrotas a la que nos somete la vida? ¿por qué? Y, porque existen también pequeñas... pequeños triunfos. Triunfos... no tan seguros, porque no son permanentes. Ningún triunfo es seguro, así que ojo con las aseguradoras, con los que te aseguran el triunfo. Si hay algo inseguro es el triunfo. Pero eso es lo que nos hace aceptar la vida. Esos pequeños logros que son tan fugaces como el resto de los instantes que nos tocan vivir, pero a los que nos aferramos por ser justamente logros, por ser triunfos, por ser conquistas... quien me quita lo bailado, decimos, aunque sepamos que esos momentos de la vida han sido fugaces, y que no es lo mismo vivirlos que recordarlos. “Yo lo ví a Charlie Watts, hace tres meses, en el famoso Ronnie Scott’s”, por ejemplo. O yo pasé una noche de amor con la Peleritti. Yo lo conocí a Batato Barea en el Parakultural. Yo me agarré la pandereta que tiró uno de los músicos de Prince, en la presentación de Graffiti Bridge, en Buenos Aies. O yo fui compañero de secundario de Edda Busto-amante. ¿Qué me queda, concretamente, de eso? ¿Qué nos queda? Nada. Un par de recuerdos, tal vez. Pero es la ilusión de que no es todo derrota. Eso es lo bueno de los buenos recuerdos: ya no son, pero los volvemos presentes para coquetear, por un momento, con la ilusión de la permanencia. Nos aferramos a esos momentos como si los hubiésemos creado nosotros, como si no hubiesen sido meras casualidades. Y sin embargo todos sabemos que las grandes cosas de la vida son más bien casuales: los instantes gloriosos de la vida son en su mayoría accidentes, tan accidentales como los momentos desagradables de la vida. Es accidental nacer, morir, tener hijos, enamorarse, triunfar en los negocios, ganarse el Quini 6.

Ahora bien: hay seres que van más allá del accidente. Hay seres superdotados, capaces de construir premeditadamente esos momentos irrepetibles, y compartirlos con el resto de las personas. Porque las tardes de amor de Pablo Neruda sólo son instantes irrepetibles para él y, probablemente también para su amada. Pero el instante suyo revive en nosotros gracias a que Neruda es Neruda, a que su elocuencia nos permite revivirlos. Momentos personales, que todos nosotros vivimos más de una vez en la vida, milagros íntimos, o bien, por mediación de los artistas, instantes universales, instantes que, como el himno a la alegría, se pueden revivir con emoción una y otra vez. Hay seres únicos, como Leonardo Da Vinci, como Mozart, como Picasso. Seres que, como Florencia de la V, tienen escondido algo único, una cosa única que marca la diferencia con sus semejantes. Grande, pequeña, o variable según la ocasión. Y por pequeña que parezca su obra, Roberto Giordano es uno de ellos. Perdón. Perdonen que tenga el atrevimiento de tratar un tema tan difícil como el de hoy: hablar de Roberto Giordano y de su incomparable obra, de esa frase inmortal, con las humildes herramientas que tengo a mano. Digo atrevimiento, porque difícilmente pueda yo conseguir palabras que estén a la altura de “No me peguen, soy Giordano”. Síntesis perfecta del pensamiento de la clase media argentina. Quintaesencia del “no te metás”, del “a mí no me va a tocar”, del “algo habrán hecho”, del “yo tengo amigos en el gobierno”. Esta es mi afirmación: Giordano es un genio. Giordano es uno de esos grandes sabios-artistas que se dan una sola vez cada mil años. Yo pondría a Giordano a la altura de Copérnico o de Galileo. No, no se dejen engañar por las apariencias. Lo esencial es invisible a los ojos. Ese es el tema. Los grandes son así. Nada de lo que hizo Giordano está fuera de sus cálculos. Toda su vida es una obra de arte conceptual. Su arte consiste en hacernos creer que es lo que es: esa es su propuesta estética. Mientras tanto, Giordano consigue todo aquello a lo que nosotros podemos aspirar en nuestras vidas: volarle la peluca a las mejores minas del país, y pasar a la inmortalidad. Ninguno de nosotros será recordado dentro de 200 años. Todos seremos olvidados, pero Giordano no. Giordano, gracias a esas cinco palabras, seguirá siendo recordado por las sucesivas generaciones. Sólo hay instantes. Instantes de los que no quedarán registros, pasado cierto tiempo. A todas las cosas, tarde o temprano, como diría Borges, las trabajará el olvido. Y hay algunos instantes que perduran, que como llamas eternas, nos siguen emocionando cada vez que volvemos a recordarlos. Son instantes que perviven en la memoria como si el paso del tiempo los fuese enriqueciendo. No me peguen, coma, soy Giordano. Son sólo cinco palabras, son un poema sencillo –menos palabras que un haiku… esa especie de bonzai de la poesía-. Pero se trata de una frase única, perfecta en su espontaneidad, de múltiples significados. Una obra maestra del arte contemporáneo. Ni el mingitorio de Duchamp ni las sopas Campbell de Warhol, ni la pipa de Magritte, ni el action painting de esteeee... de este tipo... este que hacía garabatos... ese... ninguna de estas obras del arte contemporáneo han llegado tan lejos en el desafío por responder a la pregunta “¿qué es el arte?”. No crean que fue accidental. Todo estaba fríamente calculado. Su vida, su ridícula voz, su ridícula profesión de coiffeur, sus ridículas frases, sus ridículas peleas con otros peluqueros, sus ridículos incidentes, todo está fríamente calculado, pero por sobre todas las cosas, ese momento único: el de la frase que lo hizo inmortal. De nosotros no quedará nada, ni siquiera la memoria de nosotros. Pero la frase de Giordano aún seguirá produciendo una sonrisa en nuestros descendientes, y en sus hijos y en sus nietos. ¡Piensen por un momento en lo sencillo que fue para Giordano pasar a la inmortalidad! Sólo cinco palabras, y ya está infinitamente lejos de nosotros. Todas las cosas que existen en el universo están dotadas de alma y vida... dijo Giordano... Bruno. Y de eso estuvo dotado Giordano Roberto el día que tuvo la oportunidad de alcanzar la gloria y la inmortalidad. La escena es la siguiente. Fíjense la genialidad de este hecho artístico. Vos estás con la camiseta de Boca, rodeado de hinchas de Ríver. Enfurecidos borrachos del tablón. Incapaces de razonar. Deseosos de que vos simplemente abras la boca, de que sólo atines a abrirla, no importa para qué. No importa lo que digas. Va a ser el pretexto para esos golpes, que están buscando un destinatario. Se rifa una piña y vos tenés todos los números. Pensemos además, para que podamos tener una dimensión de la genialidad de ese instante, que no era una representación teatral. No. Era un hecho concreto, incrustado en la vida misma: Giordano estaba en un Boca-Ríver, su camiseta era irrefutablemente azul y oro. Los que lo rodeaban eran, categóricamente, hinchas de Ríver. No era un montaje, no era una simulación, no era una representación, no era una instalación. Era la pura realidad. Y en esa realidad, en esas circunstancias, que ya preanunciaban una inminente tragedia, Giordano tuvo el estilo, el don artístico, la grandeza, la rapidez mental, la inspiración y el coraje de decir lo que dijo. Cualquier cosa podían esperar quienes fueron testigos de esa situación. No gritó, no pidió auxilio, no amenazó, no quiso pedir ni siquiera una extrema unción. No. Giordano dijo lo que nadie esperaba que dijese: No me peguen. ¿Lo dijo por cobardía? No. Es ilógico creer que a alguien que te está por pegar, vos lo vas a detener diciéndole que no haga lo que va a hacer. No, no, no (chssst). Giordano estaba usando la ironía. Le estaban por pegar y dijo. No me peguen. Un lapso de silencio, y luego... “soy Giordano”. No me peguen, ¿por qué? porque soy ese peluquero que aparece por TV. Pensémoslo un poco. Es genial.


 No me peguen, soy Giordano. Es inigualable. Es justamente lo que vos esperarías que dijese Giordano, para pegarle. Coincidirán conmigo en que es imposible que un hecho tan ridículo como éste haya sido accidental. Esa es la clave de esta obra de arte fugaz, de este incidente genial. Y lo genial, a nivel estético, no es sólo el hecho en sí, sino toda la vida de Giordano, que le daba fuerza a ese momento, que estaba avalando lo ridículo de la situación. Lo artístico es el hecho y el contexto de ese hecho. Del mismo modo podemos valorar una pintura de Botticelli, no comparándola con las obras actuales, sino introduciéndola en el contexto de su tiempo. Y es importante prestarle atención aquí... a la última palabra de la frase, que no es un detalle menor: Giordano. Toda la vida de Giordano, antes de aquel incidente, fue la dosis justa de situaciones absurdas como para que la frase ya deje de ser ridícula, y por saturación de ridiculez devenga en genialidad. Esto nos hace sospechar que todo lo que hizo Giordano antes y después, lo hizo para que la frase, en ese instante único, produzca el resultado que produjo: no... ninguno de sus actos fueron los de un imbécil, como pensábamos. Todo lo contrario. No me peguen, soy Giordano. Si fuese otro ese nombre propio, o si fuesen otras las circunstancias de su vida, no produciría el mismo efecto. Sentido básico, ontológico, de la frase: quiero sobrevivir, porqué... por ser yo. Es lo que todos queremos. ¿Y qué responde la realidad a ese ruego que le hacemos? A ver, flaco, justificación. ¿por qué querés sobrevivir? Porque soy Giordano ¡Es genial!! ¡Es genial!! Quiere que la fama lo salve. Y sería absurdo confundir esto con un acto de egoísmo. No, no, no. Nuevamente hay aquí una suave dosis de ironía, hay sutileza en el gesto. Giordano le está pidiendo al universo que cambie sus leyes. Giordano le pide al sol que gire alrededor de Giordano, sabiendo que es al revés. Nadie sabía esa verdad mejor que Giordano. Giordano le pide al lobo que no sea feroz, al río que detenga su curso, al sol que deje de iluminar, a Mirtha que deje de almorzar. ¡Ojo!! Lo está pidiendo en un momento clave, en un momento de vida o muerte, y lo pide por una razón que va más allá de la voluntad de vivir schopen - hauriana: soy Giordano. Eso es el arte, amigos. Eso es helarte. Estás en la popa del Titanic, a punto de hundirte para siempre bajo las aguas, y no gritás Dios mío, no gritás “auxilio”, no gritás “socorro”. Haces algo incluso más artístico que lo que hicieron los violinistas del Titanic, que tocaban el violín mientras se hundían: hiciste algo completamente inconcebible. Cubriste ese instante de gloria, recurriste a la ironía. “no te hundas, soy Di Caprio”. Eso es helarte... bajo esas aguas. Perdón. Este chiste es de cajón. Y si no he sido convincente, con estas palabras –sé que no lo he sido, pues justamente no soy Giordano-, prueben ustedes mismos, esta noche, cuando estén a punto de irse a dormir. Pronuncien esas cinco palabras la primera vez. Piensen en eso y van a ver que se van a reír. Luego esperen tres minutos, olvídense de la frase y vuelvan a recordarla a los tres minutos. Van a ver que la frase los sigue sacudiendo. No se agota. No, no es un chiste. Ningún chiste tiene ese poder de permanencia, esa persistencia. Ningún chiste está tan dotado de sentido. Es un momento único, es como la escena en la que Alejandro Magno se acerca a Diógenes, el filósofo, que estaba tirado en una plaza, sin hacer nada. ¿Puedo hacer algo por usted? Pregunta Alejandro, el hombre más poderoso del mundo. Sí, contesta Diógenes: correte a un costado que me estás tapando el sol. Es un momento inmortal. Algo que nunca se va a volver a producir, porque haría falta que se unan una infinidad de hechos singulares, entre ellos esos dos singularísimos hechos que fueron Diógenes y Alejandro Magno, con sus respectivas circunstancias. Y esto es un poco lo que quiero que quede como conclusión, y sobre lo que quiero hablar más en detalle en la segunda parte de esta disertación: la importancia de esos instantes. Te tocó vivir, vivís lo que te tocó vivir, y el toco de vivencias que te tocaron, tocará su fin.¿No? No hay aún, no hay todavía, no hay probablemente, no hay quizás. Hay lo que tenés ahora mismo en las manos, tarde o temprano, pero ahora. Esa es la opción: es ahora o nunca. Carpe diem, sieze the day, atrapa el instante. Hay que vivir el instante. No pensés en mañana.


 Importa el ahora. Importa el hoy, la maravilla del aquí y ahora. No me pidan que sea objetivo a la hora de hablar de él. No, no estoy hablando de Maradona, con quien tampoco podría ser objetivo. Porque la vida está hecha de instantes, y no todos los instantes son iguales. Hay instantes interminables, insoportables, y hay momentos únicos, irrepetibles. Momentos que ocurren a veces una sola vez en nuestras vidas. Diego nos regaló dos de esos momentos rarísimos en un solo día, contra un solo equipo, en un solo partido y en un solo tiempo (el segundo). Dos momentos que recordamos íntimamente, sin que haga falta que venga alguien a recordárnoslos. No hay que andar buscando entre las carpetas de nuestra memoria, recurriendo al Explorador de Windows de nuestro ser, para recordarlos. ¿Quién se acordará, en cambio, del gol del inglés Lineker, de ese cabezazo en los últimos minutos en el 2 a 1 contra Inglaterra? ¿Quién recordará a Gary Lineker dentro de unos instantes, cuando el rumor de estas palabras que estoy utilizando ahora para recordarlo se haya transformado en silencio? ¿Quién se acuerda...? Gary Lineker, sí. Y la madre de Gary Lineker. Ellos seguramente lo seguirán recordando. Pero esos momentos únicos son milagros: es casi imposible repetirlos a voluntad. Son fruto del genio y no del talento, y las obras de genio no se consiguen haciendo un esfuerzo: será fácil o imposible. Vos estirás el cuerpo, tirás el cabezazo, mirás la red del arco rival, Gary, pero tu gol, Gary, no dejará de ser un gol cualunque, un gol más. Y no te culpo. No nos culpemos a nosotros mismos por no conseguir de modo voluntario esos instantes irrepetibles. ¿Qué pueden tu cabeza, o la de Gary Lineker, contra la mano de Dios y las piernas de Diego? El genio es así: no es algo que inventamos. Es algo que las fuerzas del universo le regalan a ciertas personas como Diego Maradona o Roberto Giordano. Es un premio a la fe, y no al esfuerzo. O es simplemente un capricho de las musas. Pero a todos nos puede pasar, eventualmente, que sin darnos cuenta hagamos algo genial. Ese día vienen las musas y te dicen al oído: “quedate musa que hablo yo”. La musa habla entonces, vos sos apenas un ventrílocuo de las musas: “no me peguen, soy Giordano”. En rigor, amigos, podríamos decir que no existen los genios. Existen fuerzas desconocidas en el universo que se imponen a nosotros por un instante. Que se posesionan de nosotros por alguna razón. Por simpatía, tal vez. Todos podemos ser intérpretes de esos breves instantes de revelación. Pero más que intérpretes, somos testigos. Porque no es algo que hacemos nosotros. Es algo que los dioses están haciendo por nosotros. Como la mano de Dios. Cualquiera de nosotros puede ser testigo de un momento único e irrepetible. En este mismo momento ustedes saben, en sus fueros más íntimos, que hubo algo irrepetible en sus vidas. Momentos milagrosos. Marcel Proust vislumbró su mejor obra mientras se comía un bizcocho en la casa de su tía, si no me equivoco. Estaba mojando una magdalena en una taza de té de tilo. A Newton le cayó una manzana en la cabeza, fue un golpe, digámoslo así, de suma gravedad. Una docena de jugadores de rugby uruguayos vislumbraron su propia salvación mientras comían la mano que unos días antes les había dado de comer. La azafata. A mí me cambió la vida el recital de Charly García en el estadio Pacífico, en el que Charly se bajó los pantalones. Ese momento trazó una raya, que es un antes y un después en mi vida, y la de todos los que estaban allí. Uno de aquellos flacos de allá vió un monstruo verde, de enormes dientes, corpulento, caminando por unos bosquecitos que hay en Tupungato. Iba caminando junto a un burro que tenía un leve acento mexicano. En una de aquellas mesas tenemos una bella joven que, recostada sobre la famosa piedra de Isidris, vivió un encuentro cercano del tercer tipo. Tan cercano que la tocó (la atravesó), por eso lo recuerda con más emoción que a los dos anteriores. Todos hemos vivido esos momentos irrepetibles. Momentos que no podemos compartir, que nos cuesta explicar a los demás. Momentos para los que no tenemos palabras. Momentos que no tienen precio: la mirada de tu hijo, el día que lo viste nacer. Los ojos húmedos de tu padre, el día que diste tus primeros pasos, la cara de sorpresa de Jennifer Aniston, el día que le sacaste el último pack de cervezas que quedaba en Carrefour. El día que Pit la besó, el día que ella besó el Pit, con los labios humedecidos con cerveza Brahma. El día que a Borges le fue revelada la poesía, el día que a María Kodama –a quien le debo tanto- le fue revelada la cifra... la cifra... de la cuenta bancaria de Borges. Momentos celestiales, heavenly moments, en los que te elevás, como el Ave Félix, sobre los cielos, porque el universo, en medio de tantos sinsabores, te regaló un milagro para que lo presenciaras vos y nadie más que vos... ¡no me pellizquen, esto es un sueño! Y no me quiero despertar. Así que... con muuucho cuidado. (Susurro). Si te toca uno de esos momentos, si te estás dando cuenta que estás ante ese milagro, no hagas mucho escándalo. No levantés la perdiz. No busques testigos. No vayas, como el padre de Mafalda, a buscar la cámara de fotos. Si te entusiasmás demasiado con el milagro, si ponés demasiado énfasis, ese momento único se te va de las manos. Se te escurre. Se termina: a todo se lo terminan llevando las olas y el viento... Todo termina zucumbiendo. Que en latín se dice Zucundúm... Natura no perdona, así que no te preocupes por retener el instante único cuando lo estés presenciando. Gozalo mientras dure: no dejes que el milagro se dé cuenta de todo lo que significa para vos ese momento. No lo asustes, no lo pongas en guardia. Gozalo sin exteriorizar demasiado, como quien no quiere la cosa...